Pocas veces hemos asistido a un artificio futbolístico tan memorable como lo fue Romário en 1994. La eclosión definitiva del punta brasileño marcó ese año la referencia de aficionados y periodistas, como lo hicieron en su día el George Best de 1968 o el Ronaldinho de 2006. Una temporada magistral, a todas luces digna de obtener un Ballon d'Or. Hubiese ganado el certamen sin discusión, de no ser porque los jugadores sudamericanos no podían aspirar entonces al trofeo concedido anualmente por L'Equipe.
O Baixinho fue campeón y figura incuestionable de la Liga y el Mundial de Estados Unidos. Fue un ciclón efímero pero intenso como pocos. Lo vimos firmar jugadas que no existían hasta que llegó a nuestro campeonato. Fue el sueño de una noche de verano. La efímera estrella que dejaría para siempre un genuino sabor a nostalgia en el paladar de quienes alguna vez lo vieron hacer malabares sobre un campo de fútbol.
El jugador que tenía una chistera mágica
Romário se convirtió en una revolución. Un torbellino arrasando España en una sola temporada. Despeinó al crítico más escéptico y fue dejando uno a uno los estadios de la liga hechos un solar. El pequeño delantero se reveló como un ilusionista de primer nivel, mostrando un repertorio de trucos tan originales como inéditos en aquel tiempo. Valdano llegó a definirlo como 'un jugador de dibujos animados', pues el nueve brasileño maravillaba tanto a compañeros como a rivales partido tras partido.
Encandiló en pocos meses a la grada blaugrana, arrancando aplausos propios y ajenos desde el momento en que puso un pie en Barcelona. El inquietante runrún que precedió a su fichaje, anticipando una superestrella todavía desconocida en el país, se acabó confirmando como justificado nada más verle jugar un puñado de partidos con la elástica azulgrana. Su rendimiento rebasó cualquier especulación inicial una vez terminó la campaña 93/94.
Romário se fue del Barça estando en su prime
Un talento así no podía sino preconizar una montaña de futuros éxitos deportivos. Sin embargo, semejante desempeño no bastó como argumento para levantar aquella liga. Al esplendoroso Dream Team de Cruyff le hicieron falta las habilidades para ganar el título en el último suspiro. No quedó más remedio que jugar sucio. Aún teniendo en plantilla a Baixinho como protagonista principal, el Barça terminó siendo actor secundario durante casi todo el campeonato.
Johan se pasaría la segunda vuelta dejando los banquillos inundados con envoltorios de Chupa Chups anti-presión, y el talento de Guardiola, Stoitchkov o Laudrup no bastaba para superar al equipo revelación de la temporada. Un pequeño club de provincias entrenado por el veteranísimo Arsenio Iglesias, que había mantenido la categoría de milagro hacía sólo unos meses en aquella promoción agónica contra el Betis, estaba comiéndoles la tostada en sus narices.
Núñez acabó untando con formas groseras a toda la plantilla del Valencia para que el trofeo viajase a Can Barça en la última jornada, ya por lo civil o por lo crimina. Aquel episodio maldito dejó a Coruña finalmente huérfana de un primer e histórico título que debió haber ganado por méritos propios el Deportivo. Pero esa, queridos lectores, es otra película que ahora no viene al caso.
De campeón nacional a campeón mundial
Comoquiera que aquella liga fuese a parar a las vitrinas culés, el hecho significó poco más que un lustroso comienzo de año para el delantero. Su buen hacer vestido de azulgrana le valió ser convocado por Parreira y disputar el Mundial de 1994 como máxima referencia ofensiva de la selección canarinha junto a Bebeto. Romário trazó un campeonato impecable, acompañado también por los Dunga, Mauro Silva, Branco, Raí, Mazinho, Aldair o Taffarel.
Brasil fue tretracampeona jugando con un equipo soñado; una fantasía táctica que cualquier entrenador de la época podría imaginar sólo en sus mejores sueños. La verdeamarela era una proeza futbolística cuyo equilibrio entre músculo y calidad técnica la convertían en favorita mucho antes de dar comienzo el torneo. Una fórmula ganadora que juntaba el rigor defensivo al talento en su más puro estado. Baixinho se había convertido entonces en el rey del mundo, pero había tocado techo a una edad ya tardía.
Inicios de Romário en Brasil y Holanda
Mucho antes del mundial y de aquella temporada mágica en Can Barça, el carioca se había fajado como ariete de buen nivel en Sudamérica y la Eredivisie. Mutó de promesa a realidad en el mejor Vasco da Gama de los años 80, y puso rumbo a la liga holandesa para jugar con el PSV. Su fichaje fue proyectado en Eindhoven para llenar el enorme vacío que había dejado la marcha de Ruud Gullit.
El vigente campeón de Europa disfrutó de Romário durante cinco maravillosas temporadas, hasta que sus espectaculares registros hicieron inevitable el adiós. Curiosamente, sería Ronaldo Nazário quien lo iba a sustituir como figura en el club de la Philips a comienzos de un ajetreado verano, allá por 1992. Aquel mercado estival, Cruyff y Núñez decidieron que Baixinho sería el nuevo ariete del Barcelona.
La intrahistoria de un campeonato irrepetible
Sobre lo que hizo Romário en la Ciudad Condal durante aquella temporada ya hemos hablado con anterioridad. Lo que nunca sabremos a ciencia cierta es el por qué de su estampida, transcurrido apenas un año después. Romário desplegó un fútbol que rozaba lo divino, pero sus reiteradas indisciplinas y las desavenencias con Cruyff terminaron desencadenando un final anticipado a su idílico romance con el Nou Camp. Fue entonces cuando el ariete comenzaba un largo y sonadísimo declive que sucedería a ráfagas, muy paulatinamente.
A partir del año 1995, la vitola de figura internacional del jugador brasileño empezó a perder lustre temporada tras temporada. Un Romário imprevisible dejaba ante el público aquella imagen decrépita por momentos, salpicada con nuevas etapas de lucidez que prometían un nuevo resurgir espléndido del ex-barcelonista. La vuelta del héroe caído al que todo el mundo aguardaba impaciente.
Una madurez con más sombras que luces
Ejemplo de lo primero fueron sus dos años fracasados en Valencia, donde se machacó en las pistas de baile mucho más que durante las sesiones de entrenamiento. Su falta de compromiso lo sacó de la convocatoria para el mundial de 1998, una decisión que molestó al ariete a tal punto que hizo caricaturizar a Zico y Zagallo en los retretes de su pub en Río de Janeiro. En el lado bueno de la balanza, sus periódicos regresos a Brasil dejaron temporadas muy destacables en Fluminense, Flamengo y Vasco da Gama.
Ganó la Mercosur con los dos últimos, la Copa América con Brasil y el Brasileirao en 2000 con el equipo de la banda negra. Pero el habilidoso delantero se hacía mayor al tiempo que su particular cruzada por superar el récord de goles de Pelé iba, poco a poco, tornándose quijotesca. Probó suerte jugando en ligas exóticas pero poco competitivas, como la qatarí, la australiana y la japonesa, sin obtener éxito alguno, para finalmente terminar retirándose en la segunda división con el Club América de Río.
Recordando a O Baixinho
Dio carpetazo a su carrera habiendo disputado más de 1.000 encuentros oficiales, promediando 0,78 goles por partido, para finalmente lograr un total de 779 dianas reconocidas por los principales estamentos del fútbol internacional. Números al margen, da la sensación de que su verdadero legado como pelotero fue, sin duda, la fantasía con la que deslumbró al mundo aquel año de 1994, en que se le adivinaba capaz de cualquier cosa. De eso trata su página en la historia de este deporte.
Tendremos presente al carioca por los regates impredecibles dentro de una baldosa y por su insólita plasticidad con el cuero entre los pies. No en vano, fue gracias a él que descubrimos —al tiempo que lo hacía también Rafael Alkorta— lo que viene siendo una cola de vaca. Es posible que el fútbol lo esté dejando en el olvido poco a poco; que se haya ido difuminando la dimensión de un Romário al que debemos recordar como el gran jugador que fue. Pero para quienes todavía lo imaginamos de cuando en cuando, siempre nos quedará su fantasía imposible. La magia efímera e irrepetible de aquel futbolista que parecía haber salido de una serie de dibujos animados.